En realidad es un número, pero yo ya lo he adoptado como un
símbolo, aunque los números, antes de ser cifras, son símbolos, ¿no? Entonces
yo me quedo con la juventud del 6, no con su madurez.
No es simétrico. La simetría es clara y va de frente, y parece ser que a mí siempre me ha gustado meterme en líos. Trato de romper la simetría inconscientemente, buscando encontrar algo estimulante al hacerlo. Es aburrida, predecible. La complejidad le
guarda a una más sorpresas. Hace que nada sea único, y qué hay mejor que tener
un sitio favorito, un libro favorito, unos labios favoritos, una persona
favorita y no dos iguales.
El seis no es simétrico, es un rebelde. Se negó a ser un círculo, rematadamente simétrico, poniéndose una cresta. Se la puso como
advertencia, “Ojo, que no soy un círculo, no soy redondo porque no quiero.
No soy un cero, soy un seis.”
Además le declara la guerra a la línea recta, a la
continuidad, al orden y al número 11. Le da voz a su madre, la línea curva,
para que hable por él, sensual como es la letra “S” que puso en su nombre.
Una vez el seis se miró a sí mismo en un espejo cóncavo, y en vez de ver su cresta vio su rabo. Era el número nueve, mirándole. O tal vez fuese él mismo boca abajo, su yo más igual y opuesto. Se enamoró, quiso tocarlo y abrazarlo, pero las yemas de sus dedos chocaron contra el frío espejo. Había dos números entre ellos que les separaban.
Esta es la historia de amor entre el 6 y el 9, cuando el 7 y el 8 no miran, se guiñan el ojo que ambos tienen, soñando con fundirse el uno con el otro, ahora sí, en una simetría que solo pueden sentir juntos y que nadie más entiende.