martes, 29 de diciembre de 2015

El seis

En realidad es un número, pero yo ya lo he adoptado como un símbolo, aunque los números, antes de ser cifras, son símbolos, ¿no? Entonces yo me quedo con la juventud del 6, no con su madurez. 

No es simétrico. La simetría es clara y va de frente, y parece ser que a mí siempre me ha gustado meterme en líos. Trato de romper la simetría inconscientemente, buscando encontrar algo estimulante al hacerlo. Es aburrida, predecible. La complejidad le guarda a una más sorpresas. Hace que nada sea único, y qué hay mejor que tener un sitio favorito, un libro favorito, unos labios favoritos, una persona favorita y no dos iguales.

El seis no es simétrico, es un rebelde. Se negó a ser un círculo, rematadamente simétrico, poniéndose una cresta. Se la puso como advertencia, “Ojo, que no soy un círculo, no soy redondo porque no quiero. No soy un cero, soy un seis.”

Además le declara la guerra a la línea recta, a la continuidad, al orden y al número 11. Le da voz a su madre, la línea curva, para que hable por él, sensual como es la letra “S” que puso en su nombre.

Tiene una extraña relación amorosa con el número 9. Aunque se declaran distintos a viva voz, se atraen de manera innata. Hay algo que les recuerda a sí mismos en el otro. Lo perciben en el aire, un nosequé que les atrae sin remedio. 

Una vez el seis se miró a sí mismo en un espejo cóncavo, y en vez de ver su cresta vio su rabo. Era el número nueve, mirándole. O tal vez fuese él mismo boca abajo, su yo más igual y opuesto. Se enamoró, quiso tocarlo y abrazarlo, pero las yemas de sus dedos chocaron contra el frío espejo. Había dos números entre ellos que les separaban. 


Esta es la historia de amor entre el 6 y el 9, cuando el 7 y el 8 no miran, se guiñan el ojo que ambos tienen, soñando con fundirse el uno con el otro, ahora sí, en una simetría que solo pueden sentir juntos y que nadie más entiende.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

De vuelta a mi sendero

Estoy ahogando un recuerdo. Lo entierro cuando aún sangra a chorros. Me siento como en esas películas en las que el asesino ahoga al amor de su vida con un pañuelo empapado en cloroformo, mientras con la otra mano le coloca con ternura el pelo en la oreja. Cuando llegué ya estaba todo perdido. Para cuando decidí acabar con esto tú ya habías sido víctima. De mí. Ahora trato de dormir a tu recuerdo para ver si así dejas de dolerme. Tu viejo tú es el que me duele, el que tenía en sus manos los hilos que salen de mi corazón. Esa ya no está, un día los cortó súbitamente y desde entonces no sé quién soy, ni cómo es posible que una vida pierda el sentido con un chasquido. Ni cómo he podido permitirlo.

Tu nuevo tú ahora va por ahí construyéndose un hogar con los ladrillos del que ha demolido, del nuestro, e invita a todos menos a mí, que veo su fiesta desde los escombros de enfrente.



Cuando quiero olvidar, mi conciencia me susurra cobarde. Yo me digo superviviente. No veo otra manera de volver al camino, a uno que sea sólo mío. Ya descarrilé hace tiempo. Tal vez sea el momento de volver, cargada de aprendizajes como arrugas fatigadas y la alegría comodín de alguien que lleva tiempo ahorrándola.

Pensé en tatuarme tu nombre, para que nunca pudiera traicionar a mis raíces a sabiendas. Enterrarlo en mi piel. No veo un sitio donde pueda descansar mejor, si fue allí donde aprendió a ser.

Me aferro a los posibles para no mirar atrás y que entonces vuelva a paralizarme el vértigo. Posibles de esos que no llegan, que son más bien cuentos de los que ya tienes la moraleja del luchador sin haber sucedido aún. Veremos.

Ahora tal vez la Navidad sea el billete excusa para regresar. Y quedarme en mí.
He vuelto con mis convicciones en la maleta, y la sonrisa absurda de quien vuelve a buscar lo que ahora aprecia y siempre derrochó. Y hoy tengo la sensación de que eso es suficiente para construir el principio de un para siempre en el que
mi niña bonita
soy yo.


jueves, 3 de diciembre de 2015

Anatomía de un crujido sordo



Aún me pregunto,
qué tecla se ha roto,
qué barrote
de los que encerraban
a mi soledad,
que ha salido
apresurada y sin bragas,
a reponer la compañía
que tú siempre me dabas.

Ha acudido a mí,
como la sangre
al agua caliente.
A estrecharme
muy fuerte,
para subrayarme
las lágrimas
que tú antes borrabas
con besos en mi frente.

Todo se precipitó, como siempre, después de un estruendo bronco. Tengo la sensación de haber pisado algo.

Y ese algo,
diminuto como un bichito,
pero vital,
ha muerto en el polvo
de una de mis huellas.
Pero, ¿de cuál?

Lo sé porque oí su exoesqueleto crujir bajo mi suela. Pero por más que reviso la historia no encuentro la frase, el número de la página en la que está enterrado.

Solo tengo ese eco
de cuando se rompió,
al dejar caer mi peso.

Y, si no puedo ponerles nombre a mis ilusiones muertas, seguirán apareciendo a su hora los fantasmas sin rostro que vienen a apretarme por las noches. Y me dicen "que se llama(n) soledad."

Ni viven ni mueren.
No sé cómo llamarles,
ni de qué recuerdo beben.
No puedo saber cómo matarles.

Me acompañan como el borrón antes un punto y final, que le ha negado el sentido a toda la novela que mi vida se ha molestado en escribir.

Para mi jamás morirán,
pero nunca más estarán vivas.
Aquellas ilusiones.

Estarán, supongo, encerradas en el cajón de los juguetes rotos. Los que nadie tira. Donde está el guiño que le falta a una sonrisa tuerta .)